Sobre los derechos fundamentales y sus garantías

Luigi Ferrajoli

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l. EL CONSTITUCIONALISMO COMO NUEVO PARADIGMA

DEL DERECHO POSITIVO

¿Cuáles son los derechos fundamentales? y ¿qué respuesta puede ofre­cer el constitucionalismo al doble desafío del mercado global y de los particularismos?

Comenzaré por esta segunda pregunta, la que se refiere al constitu­cionalismo. Podemos concebir el constitucionalismo como un sistema de vínculos sustanciales, o sea de prohibiciones y de obligaciones im­puestas por las cartas constitucionales, y precisamente por los prin­cipios y los derechos fundamentales en ellas establecidos, a todos los poderes públicos, incluso al legislativo. La garantía jurídica de efectivi­dad de este sistema de vínculos reside en la rigidez de las constitucio­nes, asegurada a su vez en las cartas constitucionales de la segunda pos­guerra, por un lado por la previsión de procedimientos especiales para su reforma, y por otro por la creación del control jurisdiccional de cons­titucionalidad de las leyes. El resultado es un nuevo modelo de dere­cho y de democracia, el Estado constitucional de Derecho, que es fruto de un verdadero cambio de paradigma respecto al modelo paleoposi­tivista del Estado legislativo de Derecho: un cambio, creo, del que la cul­tura jurídica y política no ha tomado todavía suficiente conciencia y del que, sobre todo, estamos bien lejos de haber elaborado y asegurado sus técnicas de garantía.

Gracias a la rigidez de las constituciones la legalidad ha cambiado su naturaleza: no es más sólo condicionante y reguladora, sino que está ella misma condicionada y regulada por vínculos jurídicos no solamen­te formales sino también sustanciales; no es más simplemente un pro­ducto del legislador, sino que es también proyección jurídica de la le­gislación misma, y por tanto límite y vínculo al legislador y por ello a las mayorías contingentes de las que es expresión. De esta manera, del derecho resulta positivizado no solamente su «ser», es decir, su existen­cia o vigor, sino también su «deber ser», es decir, sus condiciones de «va­lidez»; ya no solamente los vínculos formales relativos al «quién» y al «cómo» de las decisiones, sino también los vínculos de contenido re­lativos al «qué cosa» de las decisiones mismas y que no son más que los principios y los derechos fundamentales: los derechos de libertad, que no pueden ser lesionados, y los derechos sociales cuyo cumpli­miento es obligatorio. Bajo este aspecto el constitucionalismo represen­ta el complemento del Estado de Derecho, como una extensión que comporta la sujeción a la ley de todos los poderes, incluidos los de la mayoría, y por tanto la disolución de la soberanía estatal interna: en el Estado constitucional de derecho no existen poderes soberanos, ya que todos están sujetos a la ley ordinaria y/o constitucional.1

Este cambio de paradigma se ha extendido, por otro lado, al menos en el plano jurídico y normativo, también al derecho internacional. Gracias a ese embrión de constitución del mundo que está formado por la Carta de la ONU y por las declaraciones, convenciones y pactos in­ternacionales sobre derechos humanos, también la soberanía estatal externa ha sido jurídicamente limitada, por la sujeción de los Estados

al imperativo de la paz y a la garantía de los derechos humanos esta­blecidos en esas cartas internacionales. Desgraciadamente, como ha de­mostrado trágicamente la guerra de Kosovo, este segundo cambio ha sucedido solamente en el papel, ya que permanece sin ningún tipo de garantía de efectividad. Falta todavía una jurisdicción penal interna­cional capaz de sancionar los crímenes contra la humanidad; falta una jurisdicción constitucional internacional capaz de censurar los actos de los Estados y de los organismos de la ONU que violen los derechos humanos internacionalmente establecidos; falta, sobre todo, una orga­nización permanente (incluso en forma de monopolio) de la fuerza a cargo de la ONU.

El constitucionalismo no es por tanto solamente una conquista y un legado del pasado, quizá el legado más importante del siglo XX. Es tam­bién, y diría que sobre todo, un programa normativo para el futuro. En un doble sentido. En el sentido de que los derechos fundamentales es­tablecidos por las constituciones estatales y por las cartas internacio­nales deben ser garantizados y concretamente satisfechos: el garan­tismo, en este aspecto, es la otra cara del constitucionalismo, en tanto le corresponde la elaboración y la implementación de las técnicas de ga­rantía idóneas para asegurar el máximo grado de efectividad a los derechos constitucionalmente reconocidos. Y en el sentido de que el paradigma de la democracia constitucional es todavía un paradigma embrionario, que puede y debe ser extendido en una triple dirección: antes que nada hacia la garantía de todos los derechos, no solamente de los derechos de libertad sino también de los derechos sociales; en se­gundo lugar frente a todos los poderes, no solo frente a los poderes pú­blicos sino también frente a los poderes privados; en tercer lugar a to­dos los niveles, no solo en el derecho estatal sino también en el derecho internacional.

Frente a los desafíos de la globalización no tenemos alternativas a un futuro de guerras y de violencia, fuera del desarrollo, en estas tres direcciones, del paradigma constitucional heredado de la tradición. Este paradigma, como sabemos, nació en tutela solamente de los de­rechos de libertad, y ha sido conjugado sólo como sistema de límites frente a los poderes públicos y no frente a los poderes económicos y pri­vados que el pensamiento liberal ha confundido con los derechos de libertad, y ha permanecido anclado solamente a los confines del Esta­do-nación. El futuro del constitucionalismo jurídico, y con él el de la democracia, está por el contrario confiado a esta triple articulación y evolución: hacia un constitucionalismo social, junto al liberal; hacia un constitucionalismo de derecho privado, junto al de derecho públi­co; hacia un constitucionalismo internacional, junto al estatal.

Una expansión similar se encuentra por lo demás en la lógica mis­ma del constitucionalismo. La historia del constitucionalismo es la historia de una progresiva extensión de la esfera de los derechos: de los derechos de libertad en las primeras Declaraciones y constituciones del siglo XVIII, al derecho de huelga y a los derechos sociales en las constituciones del siglo XX, hasta los nuevos derechos a la paz, al am­biente, a la información y similares hoy en día reivindicados y todavía no todos constitucionalizados. Una historia no teórica, sino social y po­lítica, dado que ninguna de las diversas generaciones de derechos ha caído del cielo, sino que todas han sido conquistadas por otras tantas generaciones de movimientos de lucha y de revuelta: primero libera­les, luego socialistas, feministas, ecologistas y pacifistas.

2. ¿CUÁLES SON LOS DERECHOS FUNDAMENTALES?

Pero, ¿cuáles son estos «derechos fundamentales»? Para contestar esta otra pregunta se pueden aportar tres respuestas distintas.

La primera respuesta es la que ofrece la teoría del derecho. En el plano teórico-jurídico la definición más fecunda de los «derechos fun­damentales» es desde mi punto de vista la que los identifica con los derechos que están adscritos universalmente a todos en cuanto perso­nas, o en cuanto ciudadanos o personas con capacidad de obrar, y que son por tanto indisponibles e inalienables. Esta respuesta no nos dice «cuáles son», sino solamente «qué son» los derechos fundamentales. Es de hecho la definición de un concepto teórico que, en cuanto tal, no puede decimos nada sobre los contenidos de tales derechos, es decir, sobre las necesidades y sobre las inmunidades que son o deberían es­tar establecidas como fundamentales, sino que puede identificar la for­ma o estructura lógica de esos derechos que convenimos en llamar «fundamentales». Nos dice, lo cual no es poco, que si queremos garantizar un derecho como «fundamental» debemos sustraerlo tanto a la disponibilidad de la política como a la del mercado formulándolo en forma de regla general y por tanto confiriéndolo igualmente a «todos»2.

La segunda respuesta es la que ofrece el derecho positivo, .es decir, la dogmática constitucional o internacional. Son derechos fundamen­tales, en el ordenamiento italiano o alemán, los derechos universales e indisponibles establecidos por el derecho positivo italiano o alemán. Son derechos fundamentales, en el ordenamiento internacional, los derechos universales e indisponibles establecidos en la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, en los Pactos internaciona­les de 1966 y en las demás convenciones internacionales sobre los de­rechos humanos.

La tercera respuesta, que intentaré formular en las páginas que si­guen, es la que ofrece la filosofía política, y se refiere a la pregunta de «cuáles derechos deben ser garantizados como fundamentales». Se trata de una respuesta de tipo no asertivo sino normativo. Por esto debemos formular, para fundarla racionalmente, los criterios metaéticos y me­tapolíticos idóneos para identificarlos. Sumariamente, me parece, pue­den ser indicados tres criterios axiológicos, sugeridos por la experiencia histórica del constitucionalismo, tanto estatal como internacional.

El primero de estos criterios es el del nexo entre derechos humanos y paz instituido en el preámbulo de la Declaración Universal de 1948. Deben estar garantizados como derechos fundamentales todos los dere­chos vitales cuya garantía es condición necesaria para la paz: el derecho a la vida y a la integridad personal, los derechos civiles y políticos, los derechos de libertad, pero también, en un mundo en el que sobrevivir es siempre menos un hecho natural y cada vez más un hecho artificial, los derechos sociales para la supervivencia.

El segundo criterio, particularmente relevante para el tema de los derechos de las minorías, es el del nexo entre derechos e igualdad. La igualdad es en primer lugar igualdad en los derechos de libertad, que garantizan el igual valor de todas las diferencias personales -de na­cionalidad, de sexo, de lengua, de .religión, de opiniones políticas, de condiciones personales y sociales, como dice el artículo3, párrafo pri­mero, de la Constitución italiana- que hacen de cada persona un in­dividuo diferente a todos los demás y de cada individuo una persona igual a todas las otras; y es en segundo lugar igualdad en los derechos sociales, que garantizan la reducción de las desigualdades económi­cas y sociales.3

El tercer criterio es el papel de los derechos fundamentales como leyes del más débil. Todos los derechos fundamentales son leyes del más débil en alternativa a la ley del más fuerte que regiría en su .ausencia: en primer lugar el derecho a la vida, contra la ley de quien es más fuerte físicamente; en segundo lugar los derechos de inmunidad y de liber­tad, contra el arbitrio de quien es más fuerte políticamente; en tercer lugar los derechos sociales, que son derechos a la supervivencia con­tra la ley de quien es más fuerte social y económicamente.

2.1. Derechos fundamentales y paz. El derecho a la autodeterminación de los pueblos

Comencemos por el primer criterio, el del nexo entre derechos funda­mentales y paz. La paz interna es asegurada por la garantía de todos los derechos cuya violación sistemática justifica no el disenso sino el conflicto, hasta el ejercicio, como proclamaban muchas constituciones del siglo XVIII, del derecho de resistencia. Estos derechos son sobre todo, según el paradigma hobbesiano y paleoliberal, los derechos a la vida, a la integridad ya la libertad personal, contra la ley del más fuerte propia del estado de naturaleza. Pero son también los derechos socia­les a la supervivencia -a la salud, a la educación, a la subsistencia y a la previsión social- de cuya satisfacción dependen, en las socieda­des contemporáneas, los mínimos vitales. Existe de hecho una relación biunívoca entre el grado de paz y el grado de garantismo que sostiene todos estos derechos: la paz social es tanto más sólida y los conflictos tanto menos violentos y perturbadores cuanto más las garantías de los derechos vitales están extendidas y son efectivas.

Un discurso similar puede hacerse sobre la paz internacional. Es obvio que la paz entre Estados requiere antes que nada reformas y ga­rantías de tipo institucional: el desarme al menos tendencial de los Estados, el correlativo monopolio de la fuerza por una ONU debida­mente reformada en sentido democrático, la efectiva operatividad, en fin, del Tribunal Penal Internacional en cuya competencia entran, con base en el artículo 5 del Estatuto de Roma, además de las violaciones más graves a los derechos humanos, también las guerras de agresión.

Pero la paz, como advierte el preámbulo ya recordado de la Decla­ración Universal de 1948, tiene por «fundamento» la garantía de los

derechos humanos «de todos los miembros de la familia humana». Y este fundamento, debemos reconocerlo, es de hecho negado por el an­claje de tales derechos a las fronteras estatales de la ciudadanía y por los límites que les imponen las leyes contra la inmigración. Aludo sola­mente a este problema, al que me he referido en otros trabajos,4 de la an­tinomia entre derechos universales y ciudadanía, destinada a convertir­se en explosiva con el crecimiento de la globalización y de las presiones migratorias y a ser, si no se supera, una fuente permanente de peligros para la paz y para la credibilidad misma del derecho internacional. Es hoy en día el problema más grave de la humanidad; del cual la política y la filosofía deben hacerse cargo tomándose en serio, antes de que lo ha­gan con riesgo para la paz las masas interminables de los excluidos, las promesas universalistas formuladas en todas las cartas constituciona­les, tanto estatales como internacionales.

Hay además otro aspecto del nexo entre derechos humanos y paz que debe ser enfrentado, aspecto que dramáticamente nos ha sido pro­puesto también por la guerra de Kosovo. Se trata de la naturaleza y de los límites de ese específico derecho que es el derecho a la autodeter­minación de los pueblos.

¿Qué significa, y cuál es el alcance normativo de este derecho a la autodeterminación? La Carta de la ONU no lo define, pero lo men­ciona dos veces como presupuesto de la paz: las «relaciones pacíficas y amistosas entre las naciones», dice el artículo 55, repitiendo el inci­so 2 del artículo 1, están «basadas en el respeto al principio de la igual­dad de derechos y al de la libre determinación de los pueblos». Una verdadera definición ofrece, en cambio, el artículo 1 de los dos Pactos del 16 de diciembre de 1966: «Todos los pueblos», afirma el primer in­ciso, «tienen el derecho de libre determinación. En virtud de este dere­cho establecen libremente su condición política y proveen asimismo a su desarrollo económico, social y cultural». «Para el logro de sus fines», agrega el segundo inciso, «todos los pueblos pueden disponer libre­mente de sus riquezas y recursos naturales, sin perjuicio de las obliga­ciones que derivan de la cooperación económica internacional basada en el principio del beneficio recíproco, así como del derecho interna­cional. En ningún caso podrá privarse a un pueblo de sus propios me­dios de subsistencia». Se trata, pues, de un derecho complejo de «au­tonomía», articulado en dos dimensiones: a) la «autodeterminación interna», que consiste en el derecho de los pueblos a «decidir libremen­te su estatuto político» en el plano del derecho interno, y b) la «auto­determinación externa», que consiste en el mismo derecho en el pla­no internacional, así como en el derecho de los pueblos al desarrollo ya la libre disponibilidad de las propias riquezas y recursos.

De estas dos dimensiones, la más simple e inequívoca es la de la «au­todeterminación interna», que equivale al derecho fundamental de los pueblos a darse un ordenamiento democrático a través del ejercicio de los derechos políticos o, si se quiere, de la «soberanía popular». Bastan­te más complejo y problemático es, en cambio, el derecho de los pue­blos a la autodeterminación externa. Si bien el artículo 1 de los Pactos de 1966 fue concebido en apoyo al proceso de descolonización que se resolvió con la creación de nuevos Estados independientes, nada en esta norma autoriza a entenderlos como un derecho a volverse Estado; al menos si por «Estado» se entiende la forma política soberana nacida en Europa hace cuatro siglos, legitimada sobre la base de la autodeter­minación nacional, pero hoy en crisis. No me detendré en la natura­leza y las razones de esta crisis en el actual tiempo de la globalización. Sólo diré que las funciones primarias del Estado, que han justificado históricamente su’ nacimiento y que en Europa se han realizado en gran parte, han sido principalmente dos: la unificación nacional y la pacificación interna.

Pues bien, en la era de la globalización ambas funciones no sólo han dejado de realizarse, sino que se han vuelto irrealizables a través de la fundación de nuevos Estados. El Estado no sólo ha dejado de ser un instrumento de la unificación y pacificación interna, sino que se ha convertido en un obstáculo tanto para una como para otra. La globa­lización, de hecho, está haciendo surgir, precisamente a causa de la cre­ciente integración mundial, el valor tanto de las diferencias como de las identidades. Y está revelando, a veces de manera explosiva y dra­mática, el carácter artificial de los Estados, sobre todo de aquellos de formación reciente, la arbitrariedad de sus confines territoriales y lo in­sostenible de su pretensión de subsumir pueblos y naciones dentro de unidades forzadas que niegan las diferencias y las identidades comu­nes. Es así que la forma del Estado -en cuanto factor de inclusión for­zada y de indebida exclusión, de unidad ficticia y a la vez de división­ ha entrado en conflicto con la de «pueblo», convirtiéndose en una fuen­te permanente de guerra y de amenaza a la paz y al derecho mismo de autodeterminación de los pueblos.

Por eso, la pretensión de los pueblos de constituirse en Estados -den­tro de una sociedad mundial cada vez más integrada y en sociedades civiles caracterizadas por la mezcla de culturas y nacionalidades- es una pretensión insostenible, no sólo no implicada sino incluso en con­tradicción con el derecho a la autodeterminación que el artículo 1, in­ciso 2, de la Carta de la ONU supedita a la «paz universal», y que el artículo 55 coloca como fundamento de «relaciones pacíficas entre las naciones». Se puede por tanto afirmar que el último legado envenena­do de la colonización, contra la cual ese derecho fue reconocido, es pre­cisamente la exportación a todo el mundo de la idea del Estado como única forma de organización política. En los años siguientes a la se­gunda guerra mundial, la autodeterminación producida por la desco­lonización ha estado, de hecho, subordinada a la geografía colonial. En África y Asia, los nuevos Estados nacidos de la autodeterminación han terminado, casi siempre, reproduciendo las viejas divisiones colonia­les. Y la idea de rediseñar los límites de esta geografía estableciendo o reivindicando, en nombre de la autodeterminación, Estados nacio­nales correspondientes a otros tantos pueblos, está resolviéndose, como muestra la tragedia de la ex Yugoslavia, en la construcción todavía más nefasta de Estados étnicos o tribales, basados en la exaltación de las iden­tidades nacionales y en la recíproca intolerancia, hasta alcanzar incluso las formas atroces de la «limpieza étnica».

El derecho de los pueblos a la autodeterminación externa no quie­re por tanto decir derecho a convertirse en Estado, ni mucho menos derecho a la secesión. Es más: un «derecho al Estado» es incluso incon­cebible ya que es autodestructivo. Siempre habrá en la minoría que lle­va a cabo la secesión otra minoría que querrá a su vez realizada con­tra la antigua minoría que se ha convertido en mayoría. Y esto vale hoy más que nunca, siendo bastante mayor que en el pasado la mezcla de pueblos y culturas que conviven en un mismo territorio. Lo que hace imposible la configuración como «derecho fundamental» el derecho a constituir un Estado es en suma su no universabilidad, es decir, la im­posibilidad, en contraste con la noción teórica de este tipo de derechos, de que sea reconocido por igual a todos los pueblos. Admitiendo que sepamos qué sea un «pueblo» o una «minoría» —cualquier cosa que sea lo que entendamos con estas expresiones- es de hecho imposible ge­neralizar este derecho en favor de todos los pueblos, ya que el mismo criterio de identificación de un pueblo será aplicable a minorías que con­viven con él en el mismo territorio y que no podrán gozar del mismo derecho sin contradecir el que fue reivindicado por el pueblo de la ma­yoría. De nuevo, la tragedia de la ex Yugoslavia debería servirnos de lección.

Por tanto, si no es el derecho a constituir un Estado, el derecho a la autodeterminación externa no es sino el derecho a la «autonomía», en

el sentido jurídico comúnmente asociado a esta expresión: como au­tonomía local en el máximo número de funciones públicas, integrada

por el derecho a disponer de las propias riquezas y recursos naturales ya no ser «privados de los propios medios de subsistencia». Es claro que este tipo de autonomía externa tiene como presupuesto la autode­terminación interna y, por tanto, la máxima garantía de los derechos políticos y de libertad. Son de hecho los derechos de libertad los que aseguran, junto a la igual afirmación y valoración de las diferentes iden­tidades, su recíproca tolerancia y pacífica convivencia. Y es la tutela de tales derechos la principal garantía de la paz, en virtud del principio kantiano que funda la convivencia civil en los límites que la libertad de cada uno encuentra en la libertad de los demás, y en la exclusión de la libertad salvaje del m4.s fuerte.

Desde esta perspectiva, la mejor forma de autodeterminación exter­na coherente con los principios de la Carta de la ONU parece sin duda

la ofrecida por el modelo federal: no pues por el nacimiento de nuevos Estados sino, por el contrario, por la reducción de los existentes, me­diante formas de organización federal o confederal, como está ocu­rriendo en la Unión Europea, que por un lado descentralicen tanto como sea posible las funciones administrativas y de gobierno local hoy en día centralizadas en los Estados nacionales y, por otro lado, asocien a tales Estados en formaciones políticas más amplias a las que se atribu­yan las funciones públicas -legislativas, judiciales, administrativas­ que son comunes para todos: en cuestiones de garantía de los derechos de libertad, de política económica y monetaria, de regulación del mer­cado, de defensa del ambiente, de redistribución de los recursos y de seguridad frente a la criminalidad.

Esta interpretación del derecho a la autodeterminación externa en el plano internacional resulta esencial en dos aspectos: en positivo, dado que en la tutela y satisfacción del derecho así configurado se fun­dan la democracia, el desarrollo económico y la garantía de la paz; en negativo, dado que la interpretación alternativa de tal derecho como pretensión de constituir un Estado contradice el principio de la paz y el de la igual tutela de las diferencias. Contra esta interpretación alter­nativa es necesario afirmar la clara distinción entre pueblos como en­tidades culturales, tutelados por el derecho a la autodeterminación, y Estados como entidades territoriales artificiales dentro de cuyos lími­tes, gracias al propio derecho de autodeterminación, pueden convivir diversos pueblos. Si frente a la crisis yugoslava Europa en lugar de fa­vorecer la creación de nuevos Estados tendencialmente étnicos, como Croacia, Bosnia, Serbia y finalmente Kosovo, hubiera abierto sus puer­tas para acoger en la Unión a todos los pueblos hoy divididos y hosti­les, tal vez se habrían evitado las guerras y las miles de atrocidades ge­neradas por la intolerancia étnica. Más en general, si hipotética mente todos los Estados se disolvieran en una comunidad mundial informada por el paradigma federal del Estado constitucional de derecho y con la igual garantía de los derechos humanos de todos, los conflictos entre etnias perderían gran parte de sus razones de ser y el problema de la au­todeterminación sería de hecho bastante menos dramático.

2.2. Derechos fundamentales e igualdad.

Las diferencias culturales

Llego así al nexo entre derechos fundamentales e igualdad –en el do­ble sentido de tutela de las diferencias personales y de reducción de las desigualdades materiales- indicado por el segundo criterio de iden­tificación axiológica de los derechos fundamentales.

Justamente sobre el tema de la relación entre constitución y diferen­cias culturales han sido manifestadas por muchos reservas, no digamos respecto a la perspectiva de un constitucionalismo mundial, sino in­cluso respecto a la idea de una Constitución europea. Una de las ob­jeciones que se han formulado a ese proyecto -por ejemplo por Dieter Grimm5 y, en Italia, por Massimo Luciani6- es que no existen los pre­supuestos sociales: que no existe todavía un pueblo europeo, o por lo menos una unidad y una homogeneidad cultural de los diversos paí­ses europeos, y que esta homogeneidad es una precondición de la uni­ficación política y todavía más de la estipulación de una constitución. Danilo Zolo, a su vez, en referencia al debate abierto en Alemania por Jürgen Habermas y retornando una tesis de Samuel Huntington, ha observado que el proyecto de «una democracia más allá de los confi­nes de un Estado nacional» no es realista por causa de la falta de «co­hesión», de «vínculos pre-políticos» y de una «identidad colectiva».7 In­cluso la misma perspectiva ya diseñada por la Carta de la ONU de «un ordenamiento internacional superior, dirigido a asegurar de modo per­manente e institucional la paz y la seguridad entre las naciones» le pa­rece a Antonio Baldassarre «un ejercicio de filosofía abstracta», faltan­do la «adhesión por parte de todos los pueblos a los valores supremos a los cuales referir el sentido efectivo de la paz y de la seguridad inter­nacional».8

A estas tesis escépticas opondré dos consideraciones, una de hecho y otra de carácter teórico. No creo que en la Inglaterra del siglo XVIII o en la Italia del siglo XIX (e incluso en la de hoy) existieran vínculos pre-políticos e identidades colectivas -de lengua, de cultura, de leal­tades políticas comunes- idóneas para unir a campos y ciudades, cam­pesinos y burgueses, masas analfabetas emigradas desde los campos y gentílhombres de las empresas capitalistas; que, en suma, existiera, a nivel social, una homogeneidad social mayor de la hoy existente entre los diversos países europeos o incluso entre los distintos continentes del mundo. Las naciones europeas y sus tradiciones, como sabemos, han sido una invención del siglo XIX, como la de sus Estados nacionales y sus instituciones jurídicas. Y no se entiende por qué la construcción de un sentido común de pertenencia al género humano, o por lo menos a un área unida por una tradición milenaria como es Europa, sea hoy más difícil e improbable, en presencia entre otras cosas de modelos de democracia y de estructuras constitucionales ya largamente experi­mentadas y al menos en parte realizadas, y no deba más bien exigir la responsabilidad civil y política de la cultura jurídica y política.

Existe por otro lado una interacción, experimentada también du­rante la formación histórica del Estado moderno, entre sentido común de pertenencia e instituciones jurídicas, entre unificación política y afirmación jurídica del principio de igualdad. Si es verdad que «cohe­sión», «vínculos pre-políticos» e «identidades colectivas» de la comu­nidad internacional conforman los presupuestos de hecho del proyecto de una democracia internacional, es todavía más cierto lo contrario: es sobre la igualdad en derechos humanos, como garantía de todas las di­ferencias de identidad personal, que se funda la percepción de los otros como iguales y como asociados; y es sobre la garantía de los propios de­rechos fundamentales como derechos iguales lo que hace madurar el sentido de pertenencia y la identidad colectiva de una comunidad po­lítica. Es más: igualdad y garantía de los derechos no son solamente condiciones necesarias, sino lo único que se requiere para la formación de las identidades colectivas que se quieran fundar sobre el valor de la tolerancia, en vez de sobre recíprocas exclusiones de las diferencias étnicas, nacionales, religiosas o lingüísticas.

Hay además una consideración de carácter más propiamente teó­rico que quiero oponer al escepticismo sobre un constitucionalismo mundial y sobre todo a una constitución europea. La tesis sustancial comunitaria que está detrás del escepticismo de quien asocia consti­tución y homogeneidad social es desde mi punto de vista equivocada: las constituciones son pactos de convivencia tanto más necesarios y jus­tificados cuanto más heterogéneas y conflictuales son las subjetivida­des políticas, culturales y sociales que están llamadas a garantizar. Al mismo tiempo debemos abandonar, cuando pensamos en entidades supranacionales como ésa, el viejo paradigma de la democracia diri­gido a la primacía o peor aún a la omnipotencia de la mayoría. Cuan­to más extendida está la unidad política y mayores son sus diferencia­ciones internas de orden histórico y cultural, tanto más secundaria es la representatividad de los órganos de gobierno, y tanto más importante deviene la garantía de la paz y de los derechos fundamentales a través de la estipulación de límites negativos y de vínculos positivos impues­tos a la esfera de la política; tanto más restringida, en otras palabras, debe ser la que he llamado «esfera de lo decidible» propia de la políti­ca y tanto más amplia debe ser la de lo que es «indecidible (que sí o que no)», es decir, los vínculos de la paz y del conjunto de los derechos, de libertad y sociales, que deben ser garantizados para todos los hombres y mujeres del mundo. Esto equivale a decir que tanto más reducida debe ser la esfera de las decisiones que competen a la democracia po­lítica o formal, o sea a los órganos representativos, y tanto más articu­lado y desarrollado debe ser el paradigma del Estado de Derecho, o sea la dimensión de la democracia que, referida al «qué cosa» es legítimo decidir o no decidir, puede ser llamada «sustancial».

Constitucionalismo y universalismo de los derechos, en vez de opo­nerse al multiculturalismo, son su principal garantía. Los clásicos de­rechos de libertad equivalen a otros tantos derechos a la propia iden­tidad y a las propias diferencias también culturales. No olvidemos que el primer derecho de libertad que se afirmó históricamente fue la libertad de conciencia, dirigida a garantizar la convivencia de culturas y re­ligiones diversas. Por lo que hace a los derechos sociales -a la subsis­tencia, a la salud y a la educación-, equivalen a otros tantos derechos a niveles mínimos de igualdad sustancial, también necesarios para la convivencia civil.

2.3. Los derechos fundamentales como leyes del más débil.

Cinco falacias del relativismo cultural

El tercer criterio metaético idóneo para señalar el carácter «fundamen­tal» de necesidades y expectativas vitales es desde mi punto de vista el que los identifica como otras tantas leyes del más débil. Se puede de he­cho afirmar que, históricamente, todos los derechos fundamentales han sido establecidos, en las distintas cartas constitucionales, como re­sultado de luchas o revoluciones que en cada ocasión han roto el velo de normalidad y naturalidad que ocultaba una precedente opresión o discriminación: de los derechos de libertad a los derechos de los traba­jadores, de los derechos de las mujeres a los derechos sociales. Siem­pre estos derechos han sido conquistados como limitaciones de corre­lativos poderes y en defensa de sujetos más débiles contra la ley del más fuerte -iglesias, soberanos, mayorías, aparatos policiacos o judiciales, empleadores, potestades paternas o maritales- que regía en su ausen­cia. Y han correspondido, cada vez, a. un «nunca más» estipulado contra la violencia o la prevaricación generadas por la ausencia, en relación a una y otra, de límites y reglas. Naturalmente, esta coincidencia en­tre fundamento axiológico y fundamento histórico de los derechos fun­damentales es del todo contingente en el plano lógico y teórico. Pero no lo es de hecho en el plano histórico y político. No ha sido casualidad que los derechos humanos, y con ellos cada progreso de la igualdad, ha­yan siempre nacido al desvelarse una violación de la persona que se ha vuelto intolerable.

Creo que este criterio axiológico de identificación de los derechos fundamentales com6 leyes del más débil permite resolver dos aporías lamentables en la teoría de los derechos humanos como lo son las teo­rías antropológicas del relativismo cultural y las sociológicas y vaga­mente comunitarias de la ciudadanía: la idea de que el paradigma uni­versalista de los derechos fundamentales, producido indudablemen­te por la cultura occidental, estaría viciado por la paradoja de su contra­dicción con el respeto debido a pueblos y sujetos de otra cultura al que queremos imponérselo; y la idea de que, por el contrario, la validez de los derechos fundamentales supondría un cierto grado de consenso social, que solamente puede revelarse a través del sentido de pertenen­cia expresado por la ciudadanía en nuestros ordenamientos occiden­tales y no también en culturas distintas de la nuestra.

Estas dos ideas corresponden, me parece, a otras tantas falacias. La primera falacia, de tipo lógico y metaético es la que contiene la crítica realizada al universalismo de los derechos por el relativismo cultural. Esta crítica es desde luego contradictoria dado que se realiza en nom­bre del mismo universalismo que pretende contestar: su significado normativo, de hecho, es el igual valor no sólo de las personas y de sus identidades culturales sino también de sus éticas y de sus culturas; no sólo de su ser sino también de su hacer. Paradójicamente el relativismo cultural está viciado de un exceso extremista de universalismo: cual­quier cultura, cualquier ética, cualquier acción éticamente motivada debería respetarse en cuanto dotada de igual valor.

Pero es precisamente este extremismo universalista que señala la gra­ve falacia metaética del relativismo cultural: la presentación de la tesis metaética y asertiva de la pluralidad y diversidad de las culturas como una tesis ética y normativa sobre su igual valor, que se resuelve en la negación o disolución de todas las éticas y de su correlativas culturas. El relativismo cultural traslada a un nivel metalingüístico el formalis­mo jurídico y el universalismo ético de los derechos humanos, cuya base es necesariamente individualista refiriéndose, según el paradigma kantiano, únicamente a las personas individuales. Lo traslada, preci­samente, al nivel de la valoración de las culturas, o si se quiere de las éti­cas relativas. Se entiende que en este sentido el relativismo cultural es el equivalente antropológico del relativismo moral, es decir, de una doc­trina ética inconsistente lógicamente antes incluso que éticamente, equi­valente a la indiferencia y a la aceptación de cualquier moral-inclui­das las morales fundadas sobre la desigualdad y la opresión- y por tanto a la negación de cualquier moral. Su resultado miserable, expre­sado eficazmente por las tesis de Lévi-Strauss según las cuales impli­ca la justificación o la tolerancia del nazismo, es idéntico al del indi­ferentismo moral: por un lado la aceptación de las culturas crimina­les, como las nazistas o las mafiosas, por otro la separación-segregación de las demás culturas.

Hay un segundo orden de falacias, de tipo jurídico o mejor dicho me­tajurídico, que vicia la crítica del universalismo de los derechos en cuanto que no son universalmente compartidos. El universalismo del principio de igualdad y de los derechos fundamentales es dos cosas a la vez: una doctrina ética y una convención jurídica. Como doctrina ética es una doctrina formal que puede ser expresada por medio del im­perativo kantiano «actúa como si la máxima de tu actuación tuviera el valor de una máxima universal», o bien con la regla de oro de Hare so­bre la universabilidad de los juicios morales. Como convención jurí­dica es una norma que es creada para tutela de los individuos contra la ley del más fuerte y que por esto he llamado la ley del más débil. Pues bien, la falacia en la que incurren el relativismo cultural y las doctri­nas que justifican el anclaje de los derechos humanos a las ciudada­nías de los ordenamientos en los cuales están radicados culturalmente consiste en la confusión entre universalismo de los derechos como teo­ría y convención jurídica y el mismo universalismo como doctrina mo­ral, o sea en la suposición que el primero implique y/o deba implicar la aceptación del segundo. Desde luego la teoría y la convención jurí­dica de la universalidad de los derechos fundamentales son un produc­to histórico de la correspondiente doctrina moral. Pero no implican su aceptación: no la suponen de hecho, y ni siquiera imponen que se com­partan los valores morales que sostienen a los derechos y al principio de igualdad.

Que las normas sobre los derechos fundamentales supongan de hecho su condivisión moral es una tesis empíricamente falsa no sola­mente respecto a los pueblos y a los sujetos de otras culturas, sino tam­bién respecto a quienes pertenecen a nuestra cultura. Como ya lo he recordado, el primer derecho de libertad conquistado por el liberalis­mo fue la libertad religiosa o de conciencia, que nace como respeto a las demás culturas, o sea a las herejías y a las religiones diversas a la do­minante. Pero eso no era de hecho compartido por la cultura vulgar, que era justamente católica, que más bien se opone con fuerza. El li­beralismo, comenzando por la libertad de conciencia, estuvo en el ín­dice de la iglesia católica incluso hasta el siglo XX. Más en general, es del todo ilusoria la idea de que los derechos humanos expresen una éti­ca compartida, dentro de nuestra cultura, no digamos por todos sino in­cluso por la mayoría. Si en los tiempos de Beccaria su De los delitos y de las penas hubiera sido objeto de votación, o si en 1789 se hubiera con­vocado un referéndum sobre la Declaración de los Derechos del Hom­bre y el Ciudadano, pienso que la adhesión no hubiera superado el uno por mil. Y todavía hoy, creo, sería de temer un referéndum sobre gran parte de las garantías penales y procesales.

Por otro lado, la idea de que todos o al menos la mayoría deban com­partir los valores contenidos en los derechos fundamentales es una tesis axiológica que apunta, me parece, una incomprensión de la doctrina liberal del Estado de Derecho. Esta incomprensión quiere decir tres cosas, que corresponden a otras tantas falacias metajurídicas: que tal condivisión sea debida por razones morales; que sea debida porque de ella depende la capacidad efectiva del Estado de Derecho; que sea de­bida porque de su carácter mayoritario depende la legitimidad misma de los derechos fundamentales.

La primera falacia consiste en la confusión ya señalada entre la con­vención jurídica y la doctrina ética de los derechos fundamentales, y por tanto entre derecho y moral, entre punto de vista normativo interno al derecho positivo y punto de vista axiológico y externo al mismo. Por el con­trario, la teoría garantista del Estado constitucional de derecho -jus­tamente porque está basada en la separación laica entre derecho y mo­ral- no sólo no supone sino que ni siquiera requiere, ni debe requerir, la adhesión a los valores ético-políticos que incorpora jurídicamente. No solamente no la impone, sino que impone no imponerla. Hasta el punto de que, en mi opinión, la principal razón de la adhesión a la ética que subyace al Estado constitucional de derecho, incluyendo el valor de los derechos fundamentales, reside en el hecho de que no requiere ninguna adhesión.

La segunda falacia consiste en la confusión entre la convención ju­rídica y sus condiciones de efectividad, o sea entre el punto de vista jurí­dico interno, referido a la normativa del derecho, y el punto de vista so­ciológico externo que se refiere por el contrario a su efectividad. Acabo de decir que la convención jurídica no solamente no requiere, sino que excluye su confusión con la correspondiente doctrina moral; es decir, el deber de una adhesión moral a los valores expresados en los derechos fundamentales. Ahora bien, es claro que una adhesión de este tipo re­presenta una condición pragmática indispensable para la efectividad de tales derechos. El derecho es un universo simbólico, o sea un mun­do de signos y significados, cuya efectividad y cuyo funcionamiento de­penden de la formación en torno suyo de un «sentido común», es decir,

de lo que llamamos «sentido cívico». Esto vale para todo el derecho. Es más, vale para cualquier sistema normativo: cuando veo una fila de­lante de una ventanilla hago la cola porque entiendo y comparto su sen­tido normativo. Y vale todavía más para los derechos fundamentales, y en general para la democracia, que es una construcción social cuyo alcance depende, más allá de las garantías jurídicas, de un cierto gra­do de consenso en torno a los valores que le dan soporte. Sin embargo, la formación de este sentido común cívico y moral es justamente un he­cho, que interesa a la sociología pero que no puede ser pretendido por las convenciones constitucionales: las cuales, justamente por su fun­damento liberal que requiere el respeto de todas las identidades, no imponen ningún credo ideológico, ni siquiera liberal. El paradigma del Estado de Derecho liberal no puede imponer las condiciones prag­máticas de su propia efectividad.

La tercera falacia metajurídica que distingue a las tesis que, como las del relativismo cultural, suponen que la consagración jurídica de los derechos fundamentales requiere como condición de legitimidad que todos o cuando menos la mayoría deban compartir los valores por ella expresados consiste en una tercera confusión: la que existe entre el paradigma del Estado de Derecho y el de la democracia política, según la cual una norma es legítima solamente si es querida por la mayoría. De forma distinta a las cuestiones pertenecientes a la que he llamado «esfera de lo decidible», los derechos fundamentales están de hecho sustraídos a la esfera de la decisión política y pertenecen a la que he lla­mado la «esfera de lono decidible (que sí o que no)». Ésta es por tan­to su característica específica: tales derechos son establecidos en las constituciones como límites y vínculos a la mayoría justamente porque están siempre -de los derechos de libertad a los derechos sociales­ contra las contingentes mayorías. Es más: ésta es la forma lógica que asegura su garantía. Siempre que se quiere tutelar un derecho como fundamental se lo sustrae a la política, es decir, a los poderes de la ma­yoría, y por otro lado al mercado, como derecho inviolable, indispo­nible e inalienable. Ninguna mayoría, ni siquiera por unanimidad, puede decidir su abolición o reducción.

Éste es un punto esencial, que a menudo se suele confundir. Solemos confundir, a causa de una larga tradición politológica, la democracia con la voluntad de la mayoría. A la mayoría, o si se quiere al pueblo sobera­no, todo le estaría permitido. Existiría una suerte de presunción apriorís­tica de legitimidad de la voluntad popular. A este equívoco ha concu­rrido también la concepción del proceso constituyente inducida, directa o indirectamente, por las doctrinas contractualistas. Se supone que el contrato social, o sea el pacto constituyente, es un contrato suscrito por la mayoría, o cuando menos que expresa su voluntad profunda y autén­tica, interpretada por los padres constituyentes. Y se advierten sus lími­tes -piénsese en algunas tesis del pensamiento feminista-9 siempre que de los contrayentes, o si se quiere de la mayoría que ha estipula­do el contrato, hayan quedado o hayan sido excluidos sectores relevan­tes de la sociedad.

Por el contrario, el fundamento axiológico del pacto constitucional está no en el hecho de que ninguno quede excluido de su estipulación -lo que sería imposible y generaría constituciones minimalistas e in­cluso tal vez regresivas- sino en que se pacte la no exclusión. La no exclusión, en suma, no se refiere a la esfera de los contrayentes, inevita­blemente limitados a una asamblea o peor aún a un número restringi­do de constituyentes más o menos iluminados, sino que se refiere a las cláusulas del pacto. No se refiere a la forma del contrato, sino a su con­tenido o a su significado.

Se revela, sobre estas bases, la fecundidad de nuestro tercer criterio, no solamente para identificar cuáles son los derechos fundamentales y cuál es su papel, sino también para resolver los conflictos entre de­rechos fundamentales y multiculturalismo y para trazar las fronteras entre el derecho de la democracia constitucional y el respeto debido a las distintas culturas. Los derechos fundamentales son siempre leyes del más débil contra la ley del más fuerte. Y esto vale también al inte­rior de cualquier cultura, incluida la nuestra. Son derechos de los in­dividuos que sirven para protegerlos también -y diría que sobre todo– contra sus culturas e incluso contra sus familias: que protegen a la mujer contra el padre o el marido, al menor contra los padres, en ge­neral a los oprimidos contra sus culturas opresivas. Tómese el ejem­plo de la cliteridectomía o de las prácticas de segregación impuestas por los talibanes. Es claro que en estos casos se producen lesiones graves en perjuicio de las mujeres que ningún respeto hacia otra cultura pue­de justificar; por la misma, idéntica razón por la cual no es justifica­ble el código de honor mafioso, o el homicidio «por causa de honor» o el duelo.

Pero más allá de este límite vale el principio de tolerancia, o sea la tutela de las libertades y con ella el respeto de las diferencias cultura­les que gracias a ellas se expresan. Ya he recordado cómo la primera li­bertad garantizada en los orígenes del Estado de Derecho fue la liber­tad de conciencia, que equivale a la libertad y al respeto de todas las diferencias de identidad -religiosa, política, ideológica, étnica y por tanto cultural. Y he caracterizado la igualdad jurídica como el derecho a la diferencia, o sea como el principio del igual respeto y valorización de todas las diferencias que hacen de cada persona un individuo dis­tinto de los demás y de cada individuo una persona como las otras.

Se confirma así la tesis avanzada con anterioridad de que el consti­tucionalismo y el universalismo de los derechos fundamentales, pri­meros entre todos los de libertad, son la única garantía del multicul­turalismo, dado que solamente ellos garantizan el igual respeto a todas las diferentes identidades culturales. Y se aclara de esta forma cómo la convivencia entre culturas diversas postula el recíproco conocimien­to; y cómo es un signo de nuestro inveterado imperialismo cultural la idea de que solo los «otros» -los inmigrantes, y por otro lado los pue­blos no occidentales- deban integrarse y aprender nuestra cultura. También nosotros, más allá de la defensa del principio de igualdad y de los derechos fundamentales puestos en defensa del multiculturalismo, debemos aprender a conocer las culturas distintas y superar nuestros prejuicios y nuestro presuntuoso analfabetismo cultural.

3. DERECHOS FUNDAMENTALES Y GLOBALIZACIÓN

Los tres criterios que he propuesto -paz, igualdad y tutela del más débil- para identificar en el plano axiológico cuáles deben ser los de­rechos fundamentales merecedores de tutela no están entre ellos en con­flicto, como lo ha sugerido Elisabetta Galeotti,1O sino que son conver­gentes y complementarios. La paz no solamente se funda, como dice el Preámbulo de la Declaración Universal de 1948, en el máximo grado de efectividad de la igualdad en los derechos fundamentales, sino que también está amenazada por el crecimiento de las asimetrías, que co­rresponde a otras tantas desigualdades, entre sujetos fuertes y sujetos débiles. Por otro lado, los tres criterios axiológicos expuestos sirven para demostrar cómo el fundamento de los derechos humanos reside no ya en una cierta ontología o en una abstracta racionalidad, sino más bien, por una convergencia contingente en el plano lógico y teórico pero no ciertamente sobre el político, en los procesos históricos, marcados por luchas y revoluciones, en el curso de los cuales han sido afirmados co­mo otras tantas conquistas.

La historia del Estado de Derecho, del constitucionalismo demo­crático y de los derechos humanos puede ser leída como la historia de una larga lucha contra el absolutismo del poder, es decir, de esa «liber­tad salvaje» -fuente de guerras internas y externas, de desigualdades y de omnipotencia de la ley del más fuerte- de la que habla Kant como propia del estado de naturaleza. En este proceso de limitación y regu­lación de los poderes ha sido derrotado en primer lugar el absolutis­mo de los poderes públicos: de los poderes políticos, a través de la di­visión de poderes, la representación, la responsabilidad política y el principio de legalidad, primero ordinaria y luego constitucional; del po­der judicial, a través de su sujeción a la ley y por el desarrollo de las ga­rantías penales y procesales; de los poderes administrativos y policia­cos, a través de la afirmación del principio de legalidad y del control jurisdiccional que opera sobre ellos. Se ha ido luego progresivamente reduciendo el absolutismo de los poderes económicos y empresariales, a través de la legislación sobre el trabajo, las garantías de los derechos de los trabajadores y las reglas de tutela de la concurrencia y de la trans­parencia de los negocios. Y ha disminuido el absolutismo del poder doméstico, a través de las reformas del derecho de familia y de la afir­mación de la igualdad entre hombres y mujeres. En todos estos casos los derechos fundamentales se han configurado al mismo tiempo como leyes del más débil y como contra poderes, límites y vínculos a poderes de otro modo absolutos.

Hoy en día el desafío del futuro es el generado por un lado por el viejo absolutismo de la soberanía externa de los Estados, y por el otro por el nuevo absolutismo de los grandes poderes económicos y finan­cieros transnacionales. El primero de estos absolutismos se manifies­ta en las guerras, en las violaciones masivas de los derechos humanos a cargo de los Estados y en su impunidad. Y es el resultado de la total ausencia de garantías, que hace de las Cartas de la ONU y de las di­versas declaraciones y convenciones sobre los derechos humanos cons­tituciones de papel, privadas de cualquier efectividad. El segundo ab­solutismo es un neoabsolutismo regresivo que se manifiesta, al interior de nuestras democracias, en la crisis del Welfare y de las garantías tan­to de los derechos sociales como de las relativas al derecho del trabajo y, en el plano tanto interno como internacional, en la ausencia de reglas que ha sido asumida, por el actual anarcocapitalismo globalizado, como la propia regla fundamental, una suerte de nueva grundnorm de las relaciones económicas e industriales.

La globalización de la economía en ausencia de reglas ha produci­do de esta manera un crecimiento exponencial de las desigualdades: de la concentración de la riqueza y a la vez de la expansión de la pobre­za, del hambre y de la explotación. Menos de 300 multimillonarios po­seen tanta riqueza como la mitad de la población mundial, es decir, 3,000 millones de personas. Esta desigualdad ha sido legitimada por las ideologías neoliberales, que han conseguido acreditar la idea de que la autonomía empresarial no es un poder, en cuanto tal sujeto de re­gulación jurídica, sino una libertad, y que el mercado no solamente no tiene necesidad de reglas sino que tiene necesidad, para producir rique­za y empleo, de no encontrar ningún límite. Son ideas contrarias a la lógica del Estado de Derecho y del constitucionalismo, que no admi­ten poderes legibus soluti, y a la vez infundadas en el plano económi­co, ya que ningún mercado puede sobrevivir sin reglas y sin interven­ciones públicas reguladoras. Todavía hoy, por lo demás, estas inter­venciones abundan; sólo que suceden sistemáticamente a favor de los países más ricos y de las grandes empresas. Basta pensar en las políti­cas del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional en ma­teria de deuda externa, responsables del hambre, de la miseria y de en­fermedades de las que son víctimas en todo el mundo millones de seres humanos.

Contra esta regresión de la economía y de las relaciones de trabajo al modelo paleocapitalista y, por otro lado, contra la rehabilitación de la guerra como medio de solución de las controversias internacionales, no existen otras alternativas más que el derecho y la garantía de los dere­chos así como, obviamente, una política que se los tome en serio. Cierta­mente estamos hoy en día asistiendo a una crisis del constituciona­lismo y más en general de la legalidad y de los derechos humanos, tanto al interior de nuestros ordenamientos como en las relaciones interna­cionales. Y sin embargo, justamente la globalización y el crecimiento de la interdependencia y de las comunicaciones hacen posible -inclu­so inevitable, si queremos impedir un futuro de guerras, de violencias, de devastaciones humanas y ambientales, de fundamentalismos y de conflictos inter-étnicos-la perspectiva de un constitucionalismo mun­dial para el que suministran el cuadro y las coordenadas, ya que exclu­yen por ilusoria la idea de la democracia en un solo país, aunque sea ampliada a todo el Occidente capitalista, y nos obligan a plantearnos el derecho y la política a la altura de los problemas. Y aunque nada nos au­toriza para ser optimistas, es cierto que de esta perspectiva depende no sólo la legitimación sino también la supervivencia de nuestras ricas pero frágiles democracias.

GARANTÍAS *

1. GARANTÍAS y GARANTISMO

«Garantía» es una expresión del léxico jurídico con la que se designa cualquier técnica normativa de tutela de un derecho subjetivo. El sen­tido originario del término es, sin embargo, más restringido. Por garan­tía se entiende, en el lenguaje de los civilistas, un tipo de instituto, de­rivado del derecho romano,» dirigido a asegurar el cumplimiento de las obligaciones y la tutela de los correspondientes derechos patrimo­niales.12 Justamente en relación con estos derechos, se distinguen dos clases de garantías: las garantías reales, como son la prenda o la hipo­teca, mediante las cuales el deudor pone a disposición del acreedor un bien -mueble, en el primer caso, inmueble, en el segundo- con el que resarcirse en caso de incumplimiento, y las garantías personales, como la fianza y el aval, a través de las cuales, un tercero se obliga, en caso de incumplimiento de la obligación, a satisfacerla en el, lugar del deudor.

La ampliación del significado del término «garantías» y la introduc­ción del neologismo «garantismo» para referirse a las técnicas de tutela de los derechos fundamentales13 son, en cambio, relativamente recien­tes. Entiendo por «derechos fundamentales» –en oposición a los «de­rechos patrimoniales», como la propiedad y el crédito, que son dere­chos singulares, que adquiere cada individuo con exclusión de los demás-aquellos derechos universales y, por ello, indispensables e inalienables, que resultan atribuidos directamente por las normas ju­rídicas a todos en cuanto personas, ciudadanos o capaces de obrar:14 ya se trate de derechos negativos, como los derechos de libertad a los que corresponden prohibiciones de lesionar, o de derechos positivos, como los derechos sociales, a los que corresponden obligaciones de prestación por parte de los poderes públicos.     .

Esta ampliación del significado de «garantías» se ha producido en el terreno del derecho penal. Más concretamente, la expresión «garantis­mo», en su sentido estricto (le «garantismo penal», surgió, en la cultura jurídica italiana de izquierda en la segunda mitad de los años seten­tas, como respuesta teórica a la legislación y a la jurisdicción de emer­gencia que, por aquel entonces, redujeron de diferentes formas el ya de por sí débil sistema de garantías procesales. En este sentido, el garan­tismo aparece asociado a la tradición clásica del pensamiento penal libe­ral. Y se relaciona con la exigencia, típica de la ilustración jurídica, de la tutela del derecho a la vida, a la integridad y a la libertad persona­les, frente a ese «terrible poder» que es le poder punitivo, en expresión de Montesquieu.15

Por otro lado, a mi juicio, una concepción de este tipo del garan­tismo resulta extensible, como paradigma de la teoría general del de­recho, a todo el campo de los derechos subjetivos, ya sean éstos patri­moniales o fundamentales, y a todo el conjunto de poderes, públicos o privados, estatales o internacionales. En efecto, todas las garantías tie­nen en común el dato de haber sido previstas a sabiendas de que su fal­ta daría lugar a la violación del derecho que, en cada caso, constituye su objeto. Es decir, una suerte de desconfianza en la satisfacción o el respeto espontáneo de los derechos, y, en particular, por lo que se re­fiere a los derechos fundamentales, en el ejercicio espontáneamente legítimo del poder. En este sentido, «garantismo» se opone a cualquier concepción tanto de las relaciones económicas como de las políticas, tanto de las de derecho privado, como de las de derecho público, fun­dada en la ilusión de un «poder bueno» o, en todo caso, de una obser­vancia espontánea del derecho y los derechos. Hablaré así de diversos tipos de garantismo, según el tipo de derechos para cuya protección se predispongan o prevean las garantías como técnicas idóneas para ase­gurar su efectiva tutela o satisfacción. De garantismo patrimonial, para designar al sistema de garantías destinado a tutelar la propiedad y los demás derechos patrimoniales; de garantismo liberal y, específicamente, penal, para designar las técnicas de defensa de los derechos de libertad y, entre ellos, en primer lugar, el de la libertad personal, frente a las in­tervenciones arbitrarias de tipo policial o judicial; de garantismo social, para designar el conjunto de garantías, en buena medida aún, ausentes o imperfectas, dirigidas a la satisfacción de los derechos sociales, como el derecho a la salud, a la educación, al trabajo y otros semejantes, y de garantismo internacional, para designar a las garantía adecuadas para tu­telar los derechos humanos establecidos en las declaraciones y conven­ciones internacionales, por el momento casi inexistentes. En general, se hablará de garantismo para designar el conjunto de límites y vínculos impuestos a todos los poderes -públicos y privados, políticos (o de ma­yoría) y económicos (o de mercado), en el plano estatal y en el interna­cional- mediante los que se tutelan, a través de su sometimiento a la ley y, en concreto, a los derechos fundamentales en ella establecidos, tanto las esferas privadas frente a los poderes públicos, como las esfe­ras públicas frente a los poderes privados.

Hay que añadir que, actualmente en Italia, la opción entre usos res­tringidos y un uso ampliado de «garantismo» no es, en absoluto, polí­ticamente neutral. En efecto, la apelación al garantismo como sistema de límites impuestos exclusivamente a la jurisdicción penal se combi­na, en sectores relevantes de la actual cultura política liberista, con la intolerancia frente a cualquier tipo de límites jurídicos y, especialmen­te, judiciales, al poder político y, más aún, al económico. Significa, por tanto, lo opuesto a «garantismo» como paradigma teórico general, que implica, en cambio, sujeción al derecho de todos los poderes y garan­tía de los derechos de todos, mediante vínculos legales y controles ju­risdiccionales capaces de impedir la formación de poderes absolutos, públicos o privados. Éste es el paradigma que pretendo ilustrar aquí sucintamente y que, como trataré de demostrar, es uno y el mismo que el del actual estado constitucional de derecho. Con tal finalidad, resul­tará útil redefinir preliminarmente el concepto de «garantía» como ca­tegoría general de la teoría del derecho.

2. GARANTÍAS PRIMARIAS y GARANTÍAS SECUNDARIAS.

GARANTISMO y CONSTITUCIONALISMO

Propongo llamar garantía a toda obligación correspondiente a un de­recho subjetivo, entendiendo por «derecho subjetivo» toda expectativa jurídica positiva (de prestaciones) o negativa (de no lesiones).16 Dis­tinguiré, por tanto, entre garantías positivas y garantías negativas, se­gún que resulte positiva o negativa la expectativa garantizada. Las ga­rantías positivas consistirán en la obligación de la comisión, las garantías negativas en la obligación de la omisión -es decir, en la prohibición ­del comportamiento que es contenido de la expectativa.

Son, por tanto, garantías, respectivamente, positivas y negativas, las obligaciones de prestación y las prohibiciones de lesión correspondien­tes a esas particulares expectativas que son los derechos subjetivos, sean patrimoniales o fundamentales. Pero también son garantías las obli­gaciones correspondientes a las particulares expectativas de reparación, mediante sanción (para los actos ilícitos) o anulación (para los actos no válidos), que se generan con la violación de los derechos subjetivos. De esta forma, entra en juego una segunda y muy importante distinción. Llamaré garantías primarias o sustanciales a las garantías consistentes en las obligaciones o prohibiciones que corresponden a los derechos subjetivos garantizados. Llamaré garantías secundarias o jurisdicciona­les a las obligaciones, por parte de los órganos judiciales, de aplicar la sanción o de declarar la nulidad cuando se constaten, en el primer caso, actos ilícitos y, en el segundo, actos no válidos que violen los derechos subjetivos y, con ellos, sus correspondientes garantías primarias.

Correlativamente, se pude llamar normas primarias a las que dispo­nen obligaciones y prohibiciones, incluidas por tanto a las garantías primarias, y normas secundarias a las que predisponen las garantías se­cundarias de la anulación o de la sanción, en el caso de que hayan re­sultado violadas las normas y garantías primarias. Por ejemplo, la ga­rantía primaria del derecho de propiedad es la prohibición del hurto establecida por la norma primaria que crea el delito de hurto; la garan­tía secundaria es la obligación de aplicar la sanción prevista por las nor­mas secundarias que castigan el hurto y que disciplinan las formas de su persecución. La garantía primaria de los derechos de libertad es la prohibición de leyes o medidas restrictivas de tales derechos implica­da por la norma primaria en la que se establecen; su garantía secunda­ria es la obligación de anular tales leyes, prevista en las normas secun­darias que establecen el control de constitucionalidad.

Es evidente que mientras que la observancia de las garantías (y de las normas) primarias equivale a la satisfacción de manera primaria y sustancial de los derechos garantizados por ellas, la de las garantías (y de las normas) secundarias opera, sólo eventualmente, como reme­dio previsto para la reparación de la inobservancia de las primeras re­presentada por los actos ilícitos o los actos inválidos. Por ello, habla­ré, además, de efectividad e inefectividad primaria, de primer grado o sustancial a propósito de la observancia o inobservancia de las normas

(y garantías) primarias, y de efectividad e inefectividad secundaria o de segundo grado o jurisdiccional a propósito de la observancia o inobser­vancia de las secundarias. Tangentopoli, por ejemplo, constituye un ejemplo clamoroso de inefectividad de las normas primarias en el tema de la corrupción. Mientras que las causas de Mani Pulite han supuesto un notable ejemplo de efectividad secundaria de las correspondientes normas secundarias. Los crímenes contra la humanidad cometidos im­punemente en todo el mundo, con mucha frecuencia por los Estados y sus gobernantes, constituyen una indicación de la inefectividad, tanto primaria como secundaria, de los derechos humanos consagrados en la Declaración Universal de 1948 y en otras cartas y convenciones pos­teriores.

Se evidencia, de esta forma, que el garantismo de los derechos fun­damentales no es más que la otra cara, por decir así, del constitucio­nalismo, a cuya historia, teórica y práctica, aparece estrechamente vin­culado su desarrollo. Aunque es cierto que las garantías consisten en un sistema de obligaciones y prohibiciones, no es menos evidente que su capacidad de vincular a los poderes supremos, comenzando por el poder legislativo, depende de su rígido fundamento positivo en normas superiores a éstos, como son, justamente, las normas constitucionales. En el Estado legislativo de Derecho, carente de constitución o dotado de constituciones flexibles,17 la garantía de los derechos fundamentales, incluidos los de libertad, quedaba confiada únicamente a la política legislativa, que podía reducida o suprimida legítimamente. Existían, claro es, ordenamientos garantistas y ordenamientos antigarantistas.

Pero la legitimidad de los primeros y la ilegitimidad de los segundos sólo podía valorarse en el plano ético-político de la justicia, y no en el plano jurídico de la legalidad. No obstante su solemnidad, las consti­tuciones eran siempre consideradas, al menos en los ordenamientos de la Europa continental, como leyes formalmente iguales a las demás, al ser inconcebibles la idea de una limitación del poder de la ley por par­te de otra ley.

Esta omnipotencia de la legislación, y a través de ella de la mayo­ría política, cesa en el estado constitucional de derecho, fundado sobre esa verdadera invención de nuestro siglo que es la rigidez constitucio­nal, en virtud de la cual, las leyes ordinarias, al aparecer situadas en un nivel subordinado respecto a las normas constitucionales, no pueden derogadas so pena de su invalidación como consecuencia del corres­pondiente juicio de inconstitucionalidad. Las constituciones y los prin­cipios y derechos fundamentales establecidos en las mismas pasan así a configurarse como pactos sociales en forma escrita que circunscriben la esfera de lo indecidible, esto es, aquello que ninguna mayoría puede decidir o no decidir: de un lado, los límites y prohibiciones, en garan­tía de los derechos de libertad; de otro, los vínculos y obligaciones, en garantía de los derechos sociales.

Se trata de una profunda transformación del paradigma original del positivismo jurídico, con el que alcanza su culminación el principio, característico del Estado de Derecho, de la sujeción a la ley de todo po­der, incluido, por tanto, al propio poder legislativo.18 Gracias a esta trans­formación cambia la naturaleza de la validez de las leyes, que deja de coincidir con su mera existencia determinada por el simple respeto a las formas y procedimientos establecidos por las normas formales so­bre su producción, y que exige, además, la coherencia de sus signifi­cados con los principios constitucionales. En segundo lugar, cambia la naturaleza de la jurisdicción y de la ciencia jurídica, a las que ya no corresponde únicamente la aplicación y el conocimiento de unas nor­mas legales cualesquiera, sino que asumen, además, un papel crítico de su invalidez siempre posible.

Cambia, sobre todo, con la transformación de las condiciones de validez de las leyes, la propia naturaleza de la democracia y la políti­ca. En efecto, el garantismo constitucional introduce, en la democra­cia, una dimensión sustancial, ajena al viejo paradigma del estado le­gislativo de derecho y generada, precisamente, por las prohibiciones y obligaciones impuestas a las opciones políticas, tanto legislativas como de gobierno, por parte de las garantías primarias de los derechos fun­damentales sancionados en las constituciones. De ese modo, en el Es­tado constitucional de Derecho, la legitimidad tanto política como ju­rídica del ejercicio del poder ya no está sólo condicionada por las reglas que disciplinan las formas mayoritarias de su ejercicio -el quién y el cómo de las decisiones-, sino también por las reglas que condicionan su sustancia -es decir, el qué es lícito u obligatorio decir, por cualquier mayoría- y que son, justamente, las garantías impuestas a sus con­tenidos por la constitucionalización de los derechos fundamentales: las garantías primarias negativas en forma de límites o prohibiciones im­puestas por los derechos de libertad; las garantías primarias positivas en formas de vínculos u obligaciones impuestas por los derechos so­ciales; las garantías secundarias del control de constitucionalidad de las leyes y de la accionabilidad en juicio de todos los derechos subjeti­vos, comenzando, obviamente, por los derechos fundamentales.

Así resulta, en el plano normativo, un modelo de democracia -la de­mocracia constitucional- caracterizado por un complejo sistema de límites y vínculos legales, de las separaciones y equilibrios de poderes, de jerarquías normativas y controles jurisdiccionales, y, en consecuencia, diametralmente opuesto a la imagen de la democracia plebiscitaria tan frecuentemente evocada, en el debate político actual, por los defensores más acérrimos del principio mayoritario. La «democracia», según esta imagen, no sería otra cosa que la omnipotencia de la mayoría legitimada por el voto popular, que permitiría abusos de poder, conflictos de inte­reses e impunidad; así como, simétricamente, el «liberalismo» consisti­ría, a su vez, en la ausencia de reglas y de límites a la libertad de empre­sa. La expresión «liberal-democracia», que en léxico clásico designaba un sistema político basado en la tutela de las libertades individuales, la división de poderes y los principios del Estado de Derecho -exacta­mente lo contrario, por tanto, de la palabra «absolutismo»- habría ter­minado así por designar, en esta perspectiva, dos formas convergentes de absolutismo, ambas contrarias al sistema de vínculos y contrapesos en que consiste el garantismo: el absolutismo de la mayoría y el absolu­tismo del mercado, de los poderes políticos y de los económicos, espe­cialmente amenazadores por su marcada tendencia a confundirse.

3. EL GARANTISMO CLÁSICO LIBERAL. LAS GARANTÍAS

PENALES Y PROCESALES

El paradigma garantista y constitucional que aparece aquí sucinta­mente esbozado es un paradigma teórico y normativo, ciertamente no realizado y, acaso, como sucede con todos los paradigmas normativos nunca realizable de manera perfecta. Las garantías, como se ha dicho, tanto primarias como secundarias, son normas primarias y secunda­rias, respectivamente. Aunque implicadas por los derechos fundamen­tales constitucionalmente establecidos, en la realidad pueden faltar cuando no hayan sido, a su vez, expresamente establecidas. Incluso, de hecho, aunque se hayan establecido, pueden ser violadas por sus des­tinatarios que, como se ha visto, son los poderes públicos. Ello expli­ca por qué el paradigma garantista sea siempre un paradigma en gran medida carente de desarrollo, aunque venga impuesto por las cartas constitucionales, quedando vacío de contenido por defecto de actua­ción, tanto por la ausencia como por la inefectividad, ya de las normas primarias de garantías o de las secundarias.

Se puede hablar de carencia o inefectividad de las garantías, ante todo, en relación con el garantismo penal, que, en efecto, ha supuesto, desde la ilustración, el terreno sobre el que se ha edificado el mode­lo del Estado liberal de Derecho. Las garantías penales y procesales, como se ha señalado, son esencialmente garantías negativas, dirigidas a limitar el poder punitivo en defensa de las libertades individuales. Esta misma idea se ha identificado, con frecuencia, con el proyecto de un «derecho penal mínimo», es decir, con un sistema penal capaz de so­meter la intervención punitiva -tanto en la previsión legal de los de­litos, como en su constatación judicial- a rígidos límites impuestos en defensa de los derechos de la persona. En lo que se refiere al delito, estos límites no son otros que las garantías penales sustanciales: del prin­cipio de estricta legalidad o taxatividad de los comportamientos pu­nibles a los de lesividad, materialidad y culpabilidad. En lo relativo al proceso, se corresponden con las garantías procesales y orgánicas: el prin­cipio de contradicción, la paridad entre acusación y defensa, la sepa­ración rígida de juez y acusación, la presunción de inocencia, la carga de la prueba para el que acusa, la oralidad y la publicidad del juicio, la independencia interna y externa de la magistratura y el principio de juez natural. 19

Estas mismas garantías, por otra parte, sirven para limitar y mini­mizar el poder punitivo, en la medida en que todas ellas pueden confi­gurarse como técnicas normativas destinadas a vincularlo al papel de ave­riguación de la verdad procesal. Por ello, cabe caracterizar las garantías penales, empezando por la formulación clara y precisa de las figuras penales impuesta por el principio de estricta legalidad (por ejemplo, «Ticio ha causado voluntariamente la muerte a un hombre»), como aque­llas que, en el plano legal, aseguran en grado máximo la averiguación de la verdad jurídica, es decir, la verificabilidad y refutabilidad, en abs­tracto, de las hipótesis de la acusación, dado que no podría verificarse ni refutarse una acusación vaga e indeterminada (por ejemplo «Ticio es enemigo del pueblo» o «es un sujeto peligroso»). En cambio, es po­sible caracterizar las garantías procesales, de la carga de la prueba al principio de contradicción o al derecho a la defensa, como las que ase­guran en grado máximo, en el plano jurisdiccional, la averiguación de la verdad fáctica, es decir, que exigen, en concreto, la venficación por las hipótesis acusatorias de la acusación y permiten su refutación por parte de la defensa.

Es ésta fundación sobre la verdad -aunque sea en un sentido ine­vitablemente relativo, por el carácter opinable de la interpretación ju­dicial y, por tanto, de la verdad jurídica, y, en cualquier caso, por el ca­rácter probabilista de la inducción probatoria de la verdad fáctica-la fuente de legitimación específica de la jurisdicción, que justifica su in­dependencia en un Estado de Derecho. A diferencia de cualquier otra actividad jurídica, la actividad jurisdiccional en el Estado de Derecho es una actividad cognoscitiva además de práctica o prescriptiva; o, mejor, es una actividad prescriptiva que tiene como necesaria justificación una motivación en todo o en parte cognoscitiva. Las leyes, los reglamentos, los actos administrativos y los negocios privados son actos exclusivamen­te preceptivos, ni verdaderos ni falsos, cuya validez jurídica depende del respeto a las normas de producción y cuya legitimidad política depende su oportunidad, de su fidelidad a los intereses representados, de la re­presentatividad o de la autonomía de sus autores, y no de ciertas pre­misas, de hecho o de derecho, argumentadas como «verdaderas». Las sentencias, por el contrario, exigen una motivación fundada en argu­mentos cognoscitivos sobre los hechos y recognoscitivos sobre el dere­cho, de cuya aceptación «verdaderos» depende tanto la validez o legi­timación jurídica interna o formal, como la justicia o legitimación po­lítica, externa o sustancial de las mismas.

A esto se debe que, a diferencia de cualquier otro poder público, el poder judicial no admite una legitimación de tipo representativo o con­sensual, sino sólo una legitimación de tipo racional y legal. Veritas, non auctoritas facit judicium, podríamos decir a propósito del fundamento de la jurisdicción, invirtiendo, así, el principio hobbesiano auctoritas, non veritas facit legem que, en cambio, es válido para la legislación.20 No se puede castigar a un ciudadano sólo porque ello corresponda a la voluntad o a los intereses de la mayoría. Ninguna mayoría, por muy aplastante que sea, puede legitimar la condena de un inocente o la ab­solución de un culpable. Y ningún consenso político -del parlamen­to, de la prensa, de los partidos o de la opinión pública- puede susti­tuir o eliminar las pruebas de una hipótesis acusatoria. En un sistema penal garantista, el consenso mayoritario o la investidura representati­va del juez no añaden nada a la legitimidad de la jurisdicción, dado que ni la voluntad ni el consenso o el interés general, ni ningún otro prin­cipio de autoridad, pueden convertir en verdadero lo que es falso, o vi­ceversa.

Existe, por tanto, un nexo no sólo entre derecho penal mínimo y garantismo, sino entre derecho penal mínimo, efectividad y legitima­ción del sistema penal. Sólo un derecho penal concebido únicamente en función de la tutela de los bienes primarios y de los derechos fun­damentales puede asegurar, junto a la certeza y al resto de garantías penales, también la eficacia de la jurisdicción frente a las formas, cada vez más poderosas y amenazadoras, de la criminalidad organizada. Y sólo un derecho procesal depurado del legado de la emergencia -de la disparidad entre acusación y defensa a la excesiva discrecionalidad en la prisión preventiva- puede ofrecer un fundamento robusto y creí­ble a la independencia del poder judicial y a su papel de control de la ilegalidad de los poderes. Defensa social y garantismo, tutela de los bie­nes primarios y garantía de los derechos de los encausados, seguridad frente a los delitos y frente a las penas arbitrarias se configuran, así, co­mo las dos vertientes, no sólo esenciales sino relacionadas entre sí, que legitiman la potestad punitiva. El derecho penal mínimo se caracteri­za, de este modo, como la ley del más débil que, en el momento del de­lito, es el agraviado, en el del proceso el imputado y en el de la pena el condenado.

Desafortunadamente, hay que reconocer que el modelo de jurisdic­ción como actividad cognoscitiva de aplicación de la ley que aquí se ilustra es un modelo teórico (y normativo), desmentido (y violado), de hecho, por los amplios espacios de discrecionalidad generados por el déficit de garantías de nuestro sistema judicial: por la ausencia de ga­rantías penales, como consecuencia de la inflación legislativa y de la in­determinación semántica de los tipos delictivos, que han abierto espa­cios incontrolables de discrecionalidad a la intervención penal, en contradicción con el principio de estricta legalidad; por la debilidad de las garantías procesales, como consecuencia de la quiebra de nuestro proceso acusatorio tras las reformas de emergencia 1992, que desequi­libraron el proceso, reforzando enormemente el papel de la acusación en perjuicio de la defensa, y el de la instrucción frente al juicio. De ahí se derivan injerencias y conflictos entre poderes que, desde hace años, dividen en nuestro país a la opinión pública siguiendo lógicas faccio­sas, que envenenan el debate sobre la justicia, impiden la confronta­ción racional y corren el riesgo de provocar un descrédito general de nuestras instituciones.

Esta quiebra de la legalidad, por tanto, se resuelve, principalmen­te, en una descalificación de todo el sistema penal–de su certeza, su cognoscibilidad y su eficacia- constatada oficialmente por la decla­ración de bancarrota que supuso, hace 10 años, la sentencia de la Corte Constitucional n. 364′ de 1988, que archivó, por poco realista, el clási­co principio penal de la no excusabilidad por desconocimiento de la ley penal. Al mismo tiempo, ello repercute sobre la jurisdicción ampliando sus espacios de arbitrariedad, comprometiendo la obligatoriedad de la acción penal y debilitando la naturaleza cognoscitiva de los juicios y, con ella, la fuente de a legitimidad misma del poder judicial y de su independencia.

Una crisis de la justicia penal de esta magnitud reclama la respon­sabilidad tanto de la legislación como de la jurisdicción, unidas desde hace veinte años -más allá de polémicas entre políticos y magistra­dos- en una insensibilidad general al valor de las garantías y en la co­rrespondiente sumisión a las razones de la excepción y la emergencia: primero, terrorista, después, mafiosa o camorrista. Esta insensibilidad constituye, sobre todo, un síntoma de miopía y de falta de previsión. Los magistrados, en primer lugar, deberían reivindicar el refuerzo y el respeto de las garantías penales y procesales, de las que depende exclu­sivamente la jurisdicción penal y su independencia. Por otro lado, sólo una política no coyuntural de la justicia, que asuma como primer y urgente objetivo la refundación garantista de la legalidad penal, podrá rehabilitar, hoy, el primado de la función legislativa y limitar el poder de los jueces, anclándolo a la sujeción a la ley y a su función congnos­citiva. Para ello, no basta con las numerosas leyes de despenalización proyectadas o aprobadas durante años, ni siquiera con una reforma del viejo código penal fascista. Sería necesaria una reforma de toda la le­gislación penal fundamentada en una mejora del lenguaje de las leyes informada en los principios garantistas de taxatividad y lesividad y, además, en el refuerzo del tradicional principio de legalidad penal. No basta la simple reserva de ley, hace falta una reserva de código, es decir, el principio de que ninguna norma penal o procesal pueda dictarse si no es mediante una modificación o una integración de los códigos, aprobada, quizá, con procedimientos agravados. Sólo una reforma de este tipo podría poner fin al caos normativo, restablecer los límites entre jurisdicción y legislación, entre justicia y política, y restituir la credi­bilidad tanto a una como a otra.21

4. EL FUTURO DEL GARANTISMO

Todavía más débiles y faltas de actuación que las garantías penales y procesales de los derechos de libertad, se encuentran las garantías del resto de los derechos fundamentales, a pesar de haber sido sanciona­dos por las constituciones estatales y las declaraciones internacionales de derechos humanos. El paradigma garantista de la democracia constitu­cional es, pues, un paradigma embrionario, que puede y debe extender­se, como he señalado al comienzo, en una triple dirección: 1) en primer lugar, para garantizar todos los derechos, no sólo los de libertad, sino también los derechos sociales; 2) en segundo lugar, frente a todos los

poderes, no sólo los públicos sino también los privados, y 3) en tercer lugar, a todos los planos, tanto el del derecho estatal, como el del de­recho internacional.

Se trata de tres expansiones del paradigma garantista que nos legara la tradición liberal, todas ellas igualmente prometidas por el diseño nor­mativo recogido en el conjunto de las diferentes constituciones. Este paradigma, como se sabe, nació para la tutela de los derechos de liber­tad, se redujo a ser un sistema de límites a los poderes públicos pero no a los poderes económicos y privados, y ha quedado anclado dentro de los confines del Estado-nación. El futuro del constitucionalismo y, con él el de la democracia, depende, por el contrario, de esta triple articu­lación y evolución: hacia un garantismo social, además de liberal; hacia un garantismo frente a los poderes económicos privados, además de frente a los poderes públicos; hacia un garantismo internacional, ade­más de estatal.

Una expansión de este tipo está presente en la propia lógica del constitucionalismo. La historia del constitucionalismo es la historia de una progresiva expansión de la esfera pública de los derechos:22 de los derechos de libertad de las primeras declaraciones y constituciones de­cimonónicas, al derecho de huelga y los derechos sociales de las cons­tituciones de nuestro siglo, o los nuevos derechos a la paz, a la conser­vación del ambiente, a la información y similares, hoy reivindicados y aún no todos constitucionalizados; de la constitucionalización rígida de estos derechos, a su internacionalización en la Declaración Univer­sal y en los sucesivos pactos y convenciones internacionales, de la se­gunda posguerra. Una historia no teórica, sino social y política, dado que ninguno de estos derechos ha caído del cielo, sino que todos fue­ron conquistados por movimientos revolucionarios contra antiguos regímenes más o menos absolutistas: las grandes revoluciones libera­les americana y francesa, después los movimientos del siglo XIX a fa­vor de los estatutos, las luchas obreras, feministas y ecologistas del si­glo pasado y del actual, finalmente, la ruptura histórica del ancien régime internacional basado en la soberanía absoluta de los Estados que supuso, tras la catástrofe de la Segunda Guerra Mundial y la de­rrota del nazifascismo,  la aprobación de la Carta de las Naciones Uni­das de 1945 y la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948. Los derechos fundamentales -del derecho a la vida a los dere­chos de libertad, a los derechos sociales a la salud, al trabajo, a la edu­cación, a la subsistencia- se han afirmado siempre al hacerse paten­te una opresión o una discriminación que, en un cierto momento, se volvió intolerable. Y lo han hecho como ley del más débil, como alter­nativa a la ley del más fuerte que regía y regiría en su ausencia. Del más fuerte físicamente, como en el estado de naturaleza hobbesiano; del más fuerte políticamente, como en los regímenes absolutistas, clericales o policiales; del más fuerte económicamente, como en el mercado capitalista; del más fuerte militarmente, como en la comu­nidad internacional.

Un argumento teórico con el que suele refutarse la tesis del carác­ter jurídicamente vinculante de los derechos sociales y, por oto lado, de los derechos humanos establecidos en las cartas internacionales es que tales derechos no son propiamente «derechos», ya que (o en la media en que) carecen de garantías. Si es cierto -se objeta- que los derechos fundamentales, según la propia definición aquí defendida, consisten en expectativas o pretensiones, a las que corresponden obligaciones o prohibiciones por parte de otros sujetos y sanciones o reparaciones en caso de violación, un derecho no garantizado no sería, en realidad, un derecho sino un flatus vocis del legislador.23

Este planteamiento confunde indebidamente los derechos con sus garantías; las cuales, sean primarias o secundarias, cuando se refieren a derechos fundamentales, requieren, siempre, para su existencia, ser introducidas mediante normas distintas de las que sancionan los de­rechos que garantizan:24 las normas penales sustanciales, garantía pri­maria de los derechos a la vida, la libertad y la propiedad y del resto de los derechos violados por los delitos; las normas procesales penales como garantía secundaria de los mismos derechos y como garantía pri­maria de la inmunidad del imputado frente a la arbitrariedad policial o judicial; las normas sobre asistencia sanitaria o instrucción obliga­toria, o sobre los límites de los poderes del empleador o similares, como garantía primaria de los derechos sociales y los derechos del trabaja­dor, así como las relativas a la justicia administrativa y al proceso la­boral como garantía secundaria de estos mismos derechos; finalmen­te, las normas -todavía carentes de vigencia por falta de ratificación por parte de un número suficiente de Estados, pero sí sancionadas, re­lativas al estatuto de la Corte Penal Internacional aprobado ,en Roma en julio de 1998- que prevén una larga serie de crímenes contra la humanidad como garantía primaria de los derechos humanos estable­cidos en las convención «es internacionales y, con garantía secundaria, su justiciabilidad ante la futura Corte, en caso de inercia de las juris­dicciones nacionales.

Ahora bien, una confusión de ese tipo entre derechos y garantías, además de anular una buena parte de las más importantes conquistas del constitucionalismo del siglo XX, contradice, a mi juicio, la tesis de la naturaleza positiva -o nomodinámica, en el léxico kelseniano- del derecho moderno. Al contrario de los sistemas que Hans Kelsen llama nomoestáticos, como la moral y el derecho natural, en los sistemas no­modinámicos o positivos la existencia o inexistencia de las normas que disponen obligaciones, prohibiciones o derechos subjetivos no se de­ducen de la existencia o inexistencia de otras normas, sino que son «puestas» o producidas o, si se prefiere, introducidas por los correspon­dientes actos de sus producción. Resulta, por tanto, perfectamente posi­ble que, dado un derecho subjetivo como consecuencia de una norma que lo prevé, no existan hasta tanto no se produzcan -aunque debie­ran existir y, por tanto, ser producidas- ni las normas primarias que establecen la obligación o la prohibición correspondientes (por ejem­plo, los órganos encargados de la satisfacción de los derechos sociales o los códigos penales internacionales sobre crímenes contra la huma­nidad), ni las normas secundarias que disciplinan la persecución de las violaciones de uno y otros (por ejemplo, la accionabilidad en juicio de los derechos sociales o la competencia de una corte penal internacio­nal). Esta ausencia de garantías no autoriza a sostener la tesis, bien poco iuspositivista, de que los derechos no garantizados no existen aun­que existan las normas que los establecen, mientras que, en cambio, impone reconocer en la ausencia de las correspondientes normas ga­rantistas un indebido incumplimiento -la violación de la obligación de emanadas- que constituye una indebida laguna. Concretamente, una laguna primaria, cuando falte la estipulación de la obligación y de las prohibiciones que constituyen las garantías primarias del derecho subjetivo, y una laguna secundaria cuando no se hayan instituido los órganos obligados a sancionar o a invalidar sus violaciones, es decir, a aplicar las garantías secundarias. En estos casos, en resumen, no cabe negar la existencia del derecho subjetivo estipulado por la norma ju­rídica: se podrá, tan sólo, lamentar la laguna que lo vuelve un «dere­cho de papel»25 y afirmar, con ello, la obligación de colmada por parte del legislador.

Las consecuencias de esta distinción entre derechos y garantías, impuesta por la naturaleza positiva del derecho moderno, resulta de enorme importancia no sólo en el plano teórico, sino también en el metateórico. En el plano teórico comporta que el nexo entre derechos y garantías no es un nexo empírico sino un nexo normativo, que pue­de ser (no ya contradicho, sino) violado por la existencia de las primeras y por la inexistencia, es decir, por una laguna, de las segundas; al igual que sucede, por lo demás, con el principio de no contradicción, que igualmente puede ser (no ya contradicho, sino) violado por la existen­cia de antinomia s, es decir, de normas entre sí contradictorias. En el plano metateórico supone un papel no puramente descriptivo, sino crítico y normativo de la ciencia jurídica en relación con su objeto: crí­tico frente a sus lagunas y antinomias que debe poner de relieve, y nor­mativo en relación con la legislación y la jurisdicción a las que impo­ne el deber de colmadas o reparadas.

Cuestión totalmente diferente es la de la viabilidad concreta de las garantías en las tres direcciones antes indicadas. Ciertamente, el desa­rrollo del Welfare State en el presente siglo se ha producido, en buena medida, mediante el crecimiento de los aparatos administrativos y la mediación burocrática y discrecional, y no a través de la institución de garantías positivas, es decir, de técnicas de satisfacción y de acciona­bilidad de los derechos sociales parangonables a las de las garantías negativas previstas por la tradición liberal para la tutela de los derechos de libertad y de propiedad. Menos aún se han desarrollado las garan­tías de los derechos humanos estipulados en las cartas internaciona­les, los cuales se caracterizan por una casi absoluta inefectividad. En lo relativo a las garantías frente al mercado y a los poderes empresariales, asistimos, en realidad, a un proceso involutivo, pues no sólo no se han elaborado nuevas técnicas de limitación y control de los poderes cada vez más invasivos y mundiales de las grandes empresas multinaciona­les, sino que, al contrario, se han reducido, bajo la consigna del actual credo liberista, muchas de las viejas reglas y garantías en materia de derecho laboral, de tutela de los consumidores y de protección del en­torno.

Todo esto no quiere decir que tales garantías no resulten técnica­mente realizables, que los derechos sociales, al menos en sus mínimos vitales; no puedan quedar satisfechos ex lege, mediante prestaciones gratuitas y obligatorias en materia de salud, de educación y de subsis­tencia, antes que con la mediación burocrática y clientelar, y que no puedan, por tanto, resultar accionables en juicio, como impone el ar­tículo 24 de la Constitución italiana. Que los presupuestos estatales no puedan quedar vinculados, incluso constitucionalmente, a cuotas mí­nimas de gasto social y sometidos, así, al control de constitucionalidad. Que el mercado y las relaciones laborales no estén sometidos, por nor­mas estatales y por convenciones internacionales, a los límites y víncu­los exigidos por los derechos fundamentales virtualmente lesionados por aquellos. Que el Estatuto de la Corte Penal Internacional para Crí­menes contra la Humanidad no resulte finalmente ratificado por to­dos los Estados o, al menos, por el número mínimo exigido para su entrada en funcionamiento. Que, por último, las instituciones financieras internacionales, del Fondo Monetario al Banco Mundial, no se vean obligadas a orientar sus intervenciones a la ayuda en lugar de a la asfixia de las economías de los países más pobres. Se trata, ciertamen­te, de expectativas a largo plazo, destinadas, probablemente, a no ver­se nunca satisfechas. Pero es igualmente cierto que la divergencia abis­-

mal entre norma y realidad, entre los derechos solemnemente procla­mados en las diferentes cartas constitucionales y la desoladora ausen­cia de garantías que los aseguren, resulta contraria al derecho positi­vo vigente y se debe, principalmente, no ya a dificultades técnicas sino a la permanente falta de disposición de los poderes –cualesquiera que sean- a sufrir el coste de los límites, las reglas y los controles.

Todas las garantías, en efecto, tienen un coste: mínimo en el caso de las garantías liberales y penales negativas, que exigen simplemente lí­mites negativos, plazos amplios y procedimientos complejos para la definición, la averiguación y la sanción de los delitos que violan los derechos negativos de libertad y de propiedad; máximo tratándose de las garantías sociales positivas, que exigen la asignación y la redis­tribución de recursos fuera y contra la lógica del mercado; algo en parte ya experimentado en nuestros Estados de Derecho; totalmente nuevo, en cambio, en el plano internacional, en el que exigiría la renuncia a la lógica de la fuerza y la prepotencia de los Estados y la puesta en cues­tión de nuestros desenfadados niveles de vida que hacen posible para Occidente el bienestar y la democracia a expensas del resto del mundo. Pero se trata, como siempre, de los costes del derecho y de la democra­cia frente a los costes de la ley desregulada y salvaje del más fuerte que, en perspectiva, resultan, infinitamente superiores. El propio preámbulo de la Declaración Universal de 1948 establece un nexo indisociable en­tre las garantías de los derechos fundamentales de todos los seres huma­nos y la paz en el mundo, y, por tanto, nos advierte, con realismo, que es de esas garantías de las que depende la convivencia futura en un mundo no devastado por nuevas guerras, violencias y terrorismos, y la propia supervivencia, a largo plazo, de nuestras ricas democracias.

* Traducci6n de Miguel Carbonell (UNAM, IIJ).

1 He ilustrado este cambio de paradigma en Derechos y garantías. La ley del más dé­bil, 4a. ed., Madrid, Trotta, 2004, en Razones jurídicas del pacifismo, Madrid, Trotta, 2004, y en La cultura giuridica del/’Italia del Novecento. Roma-Bari, Laterza, 1999.

2 Remito, para esta noción de «derechos fundamentales» y sobre las implicaciones teóricas que de ellas derivan, a «Derechos fundamentales» y «Los derechos fundamentales en la teoría del derecho», ambos incluidos en Los fimdame11tos de los derechos fun­damentales. Madrid, Trotta, 2001.

3 Sobre este nexo entre igualdad y derechos fundamentales, cfr. Derecho y razón. Teoría del garantismo penal. 6a. ed. Madrid, Trotta, 2004, pp. 905-918.

4 Derechos y garantías. La ley del más débil; «Derechos fundamentales», pp. 40-44, Y «Los derechos fundamentales en la teoría del derecho», pp. 172-180.

5 D. Grimm, «Una Costituzione per l’Europa», en G. Zagrebelsky, P. P. Portinaro

y J. Luther, eds., 11 futuro della Costittlzione. Turín, Einaudi, 1996, pp. 339-367.

6 M. Luciani, «La costruzione giuridica della citadinanza europea», en G. M. Ca­zzaniga, ed., Metamoifosi della sovranitá. v-a stato nazionale e ordinamenti giuridici mondiali. Pisa, Ediciones ETS, 1999, pp. 87-88.

7 D. Zolo, «Libertad, propiedad e igualdad en la teoría de los derechos fundamentales. A propósito de un ensayo de Luigi Ferrajoli», en Los fundamentos de los derechos fundamentales, cit., p. 103.

8 A Baldassarre, «La sovrani[á dal cielo alla [erra», en G. M. Cazzaniga, ed», Me­tamoifosi della sovranitá. Tra $lato naziona/e e ordinamenti giuridici mondia/i, cit., p. 80.

9 Ver, por ejemplo, Carol Pateman, El contrato sexual. Barcelona, Anthopos, 1995.

10 A. E. Galeotti, «I diritti collettivi», en E. Vitale, comp., Diritti umani e diritti delle minoranze. Turín, Rosemberg and Sellier, 2000, pp. 30-46.

* Publicado en Parolechiave, núm. 19, 1999. Traducción del italiano de Antonio de Cabo y Gerardo Pisarello.

11 Aunque el concepto general de «garantía» resulte extraño al pensamiento y al léxico jurídico romanista, el derecho romano conocía casi todas las principales formas negociales destinadas a asegurar el cumplimiento de las obligaciones: tanto las garan­tías reales de pignus y de la hypotheca, como las personales de la sponsio, la fideipromissio y la fideiussio. El término, por su parte, tiene origen germánico, proviene del alemán antiguo waren o Waeren, del que se deriva la expresión alemana warentare y, de ésta, la italiana «guarentire» y «guarentigia» [«garantizar» y «garantía», N. de los T.J. La ela­boración de la categoría dogmática de las garantías, a su vez, es fruto de la pandectística alemana del siglo pasado. Para todos estos asuntos, véase M. Fragali, «Garanzia. Premessa», en Enciclopedia del diritto, XVIII. Milán, Giuffre, 1969, pp. 446-447.

12 Las obligaciones civiles que son objeto de garantía son de lo más heterogéneas: desde la garantía por evicción o por vicios ocultos de la cosa vendida en la compraventa (art. 1483 y 1490 del Código Civil) a la de la validez del contrato o la de la existencia del crédito en la cesión de uno u otro (art. 1410 y 1266 del Código Civil), hasta las ga­rantías de la solvencia del deudor (1267 del Código Civil) o las del cumplimiento con­tractual (art. 1410 del Código Civil).

13 Se habla, en este sentido, de «garantías constitucionales» para referirse a la tu­tela reforzada de los derechos resultante de su estipulación en una constitución rígi­da. Debe, sin embargo, señalarse que con «garantía constitucional» se entienden, tam­bién, como consecuencia del empleo de esta expresión en la rúbrica del título VI de la Constitución Italiana, las garantías de las que dispone la propia constitución como con­secuencia de su rigidez, que se expresan en la previsión de un procedimiento especial para su reforma, garantizada, a su vez, mediante el control de constitucionalidad.

14 Remito, para esta noción de «derechos fundamentales» y para las diferencias es­tructurales entre estos derechos y los derechos patrimoniales, a «Diritti fondamentali», en Teoria Politica, 1998,2, PPb9-14 [ed. cast., en Derechos y garantías, trad. de P. Andrés Ibáñez y A. Greppi. ‘Madrid, Trotta, 1999], y a «1 diritti fondamentali nella teoria del diritto», en Teoria Politica, 1991, 1, pp. 59-67 [ed. casto en Losfundamentos de los dere­chos fundamentales. Madrid, Trotta, 2001, pp. 139-196]. Sobre este mismo tema, véanse también mis trabajos Diritto e ragione. Teoria del garantismo penale. Roma-Bari, Later­za, 1989, 1998, pp. 950-963 [ed. cast., Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, 6a. ed., trad. de P. Andrés Ibáñez, A. Ruiz Miguel, J. C. Bayón Mohino, J. Terradillos Basoco y R. Cantarero Bandrés. Madrid, Tratta, 2004], Y «Note critiche e autocritiche intorno alla discussione su ‘Diritto e Ragione», en L. Gianformaggio, ed., Le ragioni del garan­tismo. Discutendo con Luigi Ferrajoli. Giappichelli, Torino, 1993, pp. 508-412.

15 Ch. Montesquieu, De l’esprit des lois (1748), en Oeuvres completes. París, Ga­llimard, 1951, vol. II, XI, 6, p. 398 {ed. casto Del espíritu de las leyes, trad. de M. B1ázquez y P. de Vega. Madrid, Tecnos, 1972].

16 Para una expresión más analítica de estas nociones de «derecho subjetivo» y de «garantía», así como de las que más adelante se utilizan de garantías (y normas) «pri­marias» y «secundarias», remito a «Diritti fondamentali», cit., pp. 8 Y 23-24; «I diritti fondamentali nella teoriadel diritto», pp. 76-87; «Aspettative e garanzie. Prime tesi di una teoria assiomatizzata del diritto», en Logos dell’essere, logos della norma, ed. de L. Lombardi Vallauri. Bari, Adriatica Editrice, 1999, pp. 920-926 Y 945-949 ledo casto «Ex­pectativas y garantías. Primeras tesis de una teoría axiomatizada del derecho», trad. de A. Ródenas y J. Ruiz Manero, en Doxa, 20, Alicante, 1997].

17 Naturalmente, puede compartirse la tesis teórica de la «rigidez natural»‘ de las constituciones escritas, sostenida por A. Pace, La causa della rigidità costituzionale. Padova, Cedam, 1996 {ed. casto en Joaquín Varela Suanzes y Alessandro Pace, La ri­gidez de las constituciones escritas. Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1995], según el cual, incluso el Estatuto Albertino del Reino de Italia sería, en realidad, una constitución rígida, más aún, rigidísima en cuanto in modificable, y que sólo por «res­ponsabilidad de los políticos y de la doctrina» se transformó, aunque subrepticiamente, en una constitución flexible. En todo caso, la defensa de esta tesis se produce solamente ahora, y no en los años veintes, cuando el Estatuto fue aniquilado por Mussolini, sin que ningún jurista protestase contra el golpe de Estado; de forma que bien puede afir­marse que las constituciones no fueron rígidas hasta que no se les dio tal considera­ción, gracias, por otra parte, a la introducción de un procedimiento especial de refor­ma constitucional y de control jurisdiccional de constitucionalidad de las leyes.

18 He ilustrado esta transformación del paradigma en «Il diritto come sistema di garanzie», en Ragion Pratica, 1,1,1993, pp. 143-161; La sovranità nel mondo moderno. Nascita e msi dello Stato nazionale, II ed. Roma-Bari, Laterza, 1997, pp. 33 Y 39 Y ss. red. casto en Derechos y garantías. La ley del más débil, cit.]; «La democrazia costitu­zionale», en P. Vulpiani, ed., Lacceso negato. Diritti, svi/uppo, diversita. Roma, Armando Editore, 1998, pp. 53-66; La cultura giuridica nell ‘Italia del Novecento. Roma-Bari1, Laterza, 1999, pp. 53-56 Y 105-113.

19 Sobre el modelo normativo de «derecho penal mínimo» y sobre el sistema de ga­rantías penales y procesales como garantías de verdad, además de como inmunidad contra la arbitrariedad, cfr. Diritto e ragione, cit.

20 «Doctrinae quídem verase esse possunt; sed authoritas, non veritas facit legem» (T. Hobbes, Leviathan [1651], trad. latina [1670], en Opera philosophica quae latine scripsit omnia, ed. de W. Molesworth [1839-1845], reimpresión, Aalen, Scientia Verlag, 1965, vol. 11I, cap. XXVI, p. 202)  ed. cast., Leviatán, trad. y pról. de C. Mellizo. Ma­drid, Alianza Editorial, 1989]. Sobre la oposición entre las dos máximas que expresan las fuentes de legitimación, respectivamente, de la jurisdicción y de la legislación, cfr. Din»/to e ragione, cito, pp. 35 Y ss.

21 He defendido, últimamente, el principio de reserva de código penal y procesal penal en «La giustizia penale nella crisi del sistema politico», en Governo dei giudici. La magistratura tra diritto e politica, ed. de E. Bruti Liberati, A. Ceretti yA. Gisanti. Milán, Feltrinelli, 1996, pp. 81-82; «La pena in una società democratica», en Questione giustizia, de 1996,3-4, pp. 537-538; «Giurisdizione e democrazia», en Democrazia e diritto,1997,I,pp.302-303.

22 Sobre los procesos de multiplicación, extensión y fortalecimiento de los derechos fundamentales, cfr. N. Bobbio, L`età dei diritt. Tocino, Einaudi, 1990 red. Cast. El tiempo de los derechos, trad. de Rafael Asis Roig. Madrid, Sistema, 1991]; G. Peces Barba, Cur­so de derechos fundamentales. Teoría general. Madrid, Eudema, 1991, trad. ir. de L. Mancini, Teoria dei diritti fondamentali. Milán, Giuffre, 1993.

23 «Un derecho formalmente reconocido pero no justiciable -y, por tanto, no apli­cado o no aplicable por los órganos judiciales con procedimientos definidos- es tout court», afirma, por ejemplo, Danilo Zolo «un derecho inexistente» (D. Zolo, «La strategia della cittadinanza», en La Cittadinanza, cit., p. 33). Una tesis semejante sos­tiene R. Guastini en «Diritti», en Analisi e diritto, 1994, Ricerche di giurísprudenza analitica. Turín, Giapichelli, 1994, pp. 168 y 173 red. cast., en Distinguiendo. Estudios de teoría y metateoría del Derecho, trad. de J. Ferrer i Beltran. Barcelona, Gedisa, 1999]; id., «Tre problemi per Luigi Ferrajoli», en Teoría Politica, 1998,2, pp. 35-37 red. cast. en Los fundamentos de los derechos fundamentales, cit., pp. 57-62]. Esta tesis reprodu­ce la sostenida por Hans Kelsen, según el cual, el derecho subjetivo «es simplemente la obligación del otro o de los otros», o «el reflejo de un deber jurídico» y, por otra par­te, «la capacidad jurídica de participar» en la imposición de una «sanción», ya que, en último término, «consiste en (su) protección jurídica» (H. Kelsen, Reine Rechtslehre (1960) ledo casto Teoría pura del derecho, trad. de R. J. Vernengo. México, UNAM, 1986]; id., General Theory of Law and State (J 945) [ed. cast. Teoría general del derecho y del Es­tado, trad. de E. García Maníes. México, UNAM, 1979]). Para una profundización en la crítica de estas teorías, remito a mi «diritti fondamentali nella teoria del diritto», cit., pp. 76-87.

24 El equívoco se debe, probablemente, al hecho de que Kelsen asume como figuras paradigmáticas del derecho subjetivo, sólo a los derechos patrimoniales (Teoría, cit., pp. 82): los cuales -al contrario que los derechos fundamentales, directamente produ­cidos por las normas- resultan de sus correspondientes actos singulares de adquisi­ción, junto con los deberes que les corresponden; de forma que, no sólo de hecho, sino también de derecho, tales derechos no existen sin sus obligaciones correspondientes, cuyas violaciones resultan siempre, por su parte, justificables.

25 Esta expresión de Guastini aparece en «Diritti», cit., pp. 168, 170 Y 173. Guastini, igualmente, denomina a 19s derechos no garantizados «derechos ficticios», en oposi­ción a los «verdaderos derechos», los «susceptibles de tutela jurisdiccional» y reivindi­cables «frente a un sujeto determinado», al que, a su vez, corresponde una «obligación de conducta» (en otras palabras, un derecho asistido de lo que he denominado «garan­tías secundarias» y «garantías primarias»).

~ por dhunam en octubre 10, 2008.

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